jueves, 6 de mayo de 2010

Text 1r. Batxillerat C

Rafael Argullol: “Una definición de alma” (El País (Cataluña),
15 de noviembre de 1998).
Apenas encontraríamos una palabra cuya frecuencia de uso, a menudo apasionado
y no pocas veces en el curso de tensos debates, sea tan inversamente
proporcional al acuerdo sobre su significado como la palabra alma. Estamos
acostumbrados a la utilización de otros muchos términos grandiosos, solemnes,
huecos -según el rango del interlocutor, o según lo que queramos decir u
oír en un determinado momento-, pero pocos, como alma, han reunido a su
alrededor en tan alto grado el prestigio y la desfachatez, dando lugar a palacios
espirituales construidos sobre arenas movedizas, a declaraciones memorables,
a dogmas sangrientos. Por eso me alegró dar, hace unos días, con una
breve definición de alma suficientemente modesta como para evitar el bochorno
de expresarla, pero al mismo tiempo suficientemente clara para poder ser
entendida y, quizá, compartida. Fue durante un encuentro, convocado en el
Museo de la Ciencia de Barcelona, en el que se habló de la posible creación de
un hombre artificial, así como de las consecuencias de un desafío semejante.
Junto a las informaciones científicas sobre los últimos descubrimientos pronto
surgieron, como no podía ser de otro modo, las evocaciones de los grandes
mitos recogidos en la historia de la literatura. A este respecto hay pocos paralelismos
tan fascinantes como el que podemos establecer entre los mitos antiguos
y las modernas propuestas de la ciencia: la teoría del big-bang, por poner
un ejemplo central, aparece misteriosamente enroscada entre los versos de la
Teogonía de Hesíodo que explican la formación del cosmos desde el caos. A
menudo la ciencia, si bien con un lenguaje radicalmente distinto, parece proporcionar
nuevas máscaras a los rostros ya entrevistos por el mito. No es,
pues, de extrañar que la discusión médica y científica sobre la eventualidad de
un hombre artificial conduzca a una rememoración literaria que, en nuestro
siglo, es también cinematográfica: desde los replicantes de Blade Runner, se
retrocede fácilmente a la isla del Doctor Moreau, el monstruo del Doctor Frankenstein
o a la criatura cabalística, el Golem, tan magníficamente revivida en
la novela de Gustav Meyring. Al fondo del escenario siempre asoma la silueta
de Fausto, y más al fondo, facilitando toda la representación, la de Prometeo,
tan gigantesca que se proyecta sobre toda nuestra cultura. El problema filosófico,
y también ético, que sobrevuela la ciencia contemporánea se halla planteado
desde hace largo tiempo, remitiéndose, medularmente, a la interrogación
sobre los límites del conocimiento. Tras los enciclopedistas, que subvirtieron la
lectura del mundo, sustituyendo la jerarquía vertical por un orden horizontal
en el que dios aparecía después de azar, muchos tratarán de dar respuesta a
esta interrogación. A finales del siglo XVIII y principios del XIX la principal
metáfora que resumía el problema era el velo de Isis, que protegía el acceso a
los conocimientos últimos. Algunos, como Schiller, eran partidarios de no rasgarlo,
impidiendo así que el hombre se precipitara en lo que prometía ser unpozo sin fondo. Muchos, sin embargo, excitados por el ambiente propicio del
Sturm und Drang, eran partidarios de emprender la carrera con todas sus
consecuencias. Sólo con este decorado se entiende el tono exaltado del joven
Goethe, que exige en su poema Prometheus la emancipación del hombre con
respecto a Dios y, con posterioridad, el magnetismo de este poema sobre la
imaginación de aquella Mary Shelley que se disponía a escribir su Frankenstein.
Pero probablemente, en un sentido más amplio, debamos retroceder mucho
más y situarnos en el interior mismo del mito de Prometeo. Si éste hubiera
robado tan sólo el fuego de la transformación técnica al alcance del mito se
reduciría, asimismo, a nuestra capacidad de progresión civilizatoria. No obstante,
Prometeo robó otro fuego que incitaba a los hombres a igualarse con los
dioses. A partir de este impulso los hombres se lanzan a emular aquello que es
específico y propio de los dioses: la inmortalidad. Nuestra seducción por los
avances científicos en el terreno de la genética, de la biología, de la medicina,
no es sólo la consecuencia de nuestra aversión a la enfermedad y nuestra lucha
contra la muerte, sino también un episodio más del impulso prometeico
de inmortalidad, otro capítulo de la gran representación surcada de criaturas
alquímicas, de golems, de frankensteins, de replicantes. Cuando hablamos de
estos temas, con entusiasmo o con miedo, cuando discutimos acerca del hombre
"puramente químico", del hombre "artificial", de las ensoñaciones contemporáneas
sobre la ingeniería genética, antes o después, con angustia o con
sorna, acabamos hablando del alma, la vieja palabra solemne que parece
guardada en el polvoriento desván de las metafísicas. Naturalmente podemos
prescindir de ella. Pero quizá podamos todavía llenarla de un significado que
explique las sombras de la angustia que han rodeado, y siguen rodeando,
nuestros sueños de inmortalidad. Para ello debemos acudir de nuevo a la historia
de Prometeo y advertir la otra diferencia de los hombres con los dioses:
éstos no preguntan -no se preguntan- porque, desde su plenitud, no necesitan
preguntar. Nosotros sí, y esto es lo que define, más que cualquier otra cosa, la
condición humana, su grandeza y su tragedia. En consecuencia, más allá de
la transformación técnica, la pervivencia de lo humano estriba en la necesidad,
capacidad y placer de preguntar. Si llegamos a concebir a un hombre que
es tan perfecto, tan feliz -o tan indiferente, tan apático- que no interrogue, estamos concibiendo algo que ya no es un hombre. Mientras lo sea, natural o
artificial, el hombre manifestará sus dudas, sospechas y deseos en la interrogación,
como lo hacen la criatura del Doctor Frankenstein o Roy, el replicante
de Blade Runner, colocados, finalmente, en la misma sala de espejos en la que
estamos nosotros. El alma, si se puede hablar de ella, son las preguntas.

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