viernes, 25 de diciembre de 2009

Tercer text escepticisme (que dos semblaven pocs)

Texts Escepticisme

Gorgias. “Encomio de Helena”

Ornato de la ciudad es el coraje varonil, del cuerpo la belleza, del alma la sabiduría, de la acción la virtud, de la palabra la verdad. Contrario de todo esto es el desorden. Hombre y mujer, palabra y obra, ciudad y acción, lo digno de elogio se debe honrar con el elogio, lo indigno débese cubrir de vituperio. Pues el mismo error y nesciencia es vituperar lo loable, que loar lo vituperable. Empeño es del mismo hombre proclamar correctamente el deber y reprobar a quienes vituperaron a Helena, mujer en torno a la cual se ha convertido en unanimidad de palabra y de sentimiento el testimonio de todos los poetas y la fama del nombre convertido en memorial de desgracias.
Mi intención es que, dotando de una cierta lógica este discurso, acabe con la acusación de ella, que tan mala fama tiene; y poniendo de manifiesto la mentira de quienes la vituperan y mostrando la verdad haga cesar la nescencia.
Que por naturaleza y linaje la mujer sobre la cual versa este discurso fue la primera entre los primeros hombres y mujeres, no es desconocido ni aun a pocos. En efecto, es manifiesto que su madre fue Leda y su padre auténtico un dios, el putativo un mortal, Tíndaro y Zeus: éste, puesto que lo era, lo parecía; aquél, puesto que lo representaba, era discutido; el primero el más poderoso de los hombres, el segundo el señor de todo.
Nacida de tales progenitores, poseyó una belleza parecida a una diosa; la recibió, y la poseyó sin esconder. En muchísimos provocó muchísimos deseos de amor, y con su solo cuerpo excitó a muchos cuerpos de hombres de altos designios para altas empresas, unos con grandes riquezas, otros con la gloria de la antigua nobleza, otros con el vigor de la fuerza personal, otros con la fuerza de una sabiduría adquirida; todos habían acudido por un amor codicioso de victoria y por un afán invencible de honores. Quién fue, y por qué y cómo, aquél que sació su amor casándose con Helena, no voy a decirlo. En efecto, decir a quien sabe lo que ya sabe produce credibilidad, no produce, empero, satisfacción. Omitiré, pues, en este discurso, aquella época y abordaré el comienzo del discurso que voy a pronunciar, a fin de presentar las razones por las cuales era natural que ocurriese la partida de Helena hacia Troya.
En efecto, o por disposición de la Suerte, o por disposición de los dioses, o por decreto de la Necesidad, ella lo que hizo, o arrebatada por la violencia, o persuadida por razones, (o cautivada por amor). Si, pues, se debió a la primera causa, el causante merece ser el encausado; ciertamente, el deseo de un dios es imposible de impedir por un propósito humano. De hecho, es natural que el más fuerte no sea obstaculizado por el más feble, sino que el más feble sea dominado y guiado por el más fuerte; el más fuerte guía, el más feble sigue. La divinidad es más fuerte que el hombre, en violencia, en sabiduría, en lo demás. Así, pues, si hay que imputar la responsabilidad a Fortuna o a un dios, hay que absolver a Helena del deshonor.
Si fue arrebatada por la violencia, si fue forzada contra ley, si fue violentada injustamente, es patente que el raptor es el culpable por haber hecho violencia, y que ella, la raptada, fue infortunada por haber sido violentada. Aquel bárbaro, por tanto, que emprendió una empresa bárbara, es imputable por la palabra, por la ley y por la acción: por la palabra, que sufra la acusación, por la ley, la infamia, por la acción, el castigo. Ella, violentada, privada de su patria, huérfana de sus amigos, ¿cómo no será con razón antes compadecida que difamada? Aquél hizo cosas terribles, ella las sufrió. Es justo, entonces, que se la compadezca, él que sea odiado.
Si fue la palabra lo que la convenció y engañó a su alma, tampoco en esto es difícil defenderse y disipar la culpa, de la siguiente manera:
La palabra es un gran soberano que con un cuerpo pequeñísimo y totalmente invisible realiza acciones divinas. Puede, en efecto, hacer cesar el miedo, eliminar el dolor, provocar el gozo, aumentar la compasión. Cómo sucede voy a explicarlo. Es preciso que lo explique para la opinión de los oyentes. Considero, así como lo digo, que cualquier clase de poesía es un discurso con medida; a quien la escucha penetra un escalofrío lleno de terror, una compasión que arranca las lágrimas, una codicia derretida de nostalgia; por efecto de la palabra el alma sufre un sufrimiento peculiar en relación a la suerte y al fracaso de hechos y personas ajenas.
Ea, pues, volvamos al discurso que llevamos. Los hechizos inspirados por medio de las palabras se convierten en creadores de placer, eliminadores de tristeza. Pues, mezclada con la opinión, la fuerza del encantamiento del alma la hechiza, persuade y transporta por su seducción.
Dos artes de seducción y de hechicería se inventaron: son los errores del alma y los engaños de la opinión. Cuántos han persuadido a cuántos sobre cuánto, y siguen persuadiendo forjando un discurso mentiroso. Pues si todo el mundo poseyese de todas las cosas el recuerdo de las pasadas, (la conciencia) de las presentes, la previsión de las futuras, el mismo discurso no sería como es: para nadie hay ahora la posibilidad de recordar el pasado ni de examinar el presente ni de adivinar el futuro. De manera que, sobre muchas cuestiones, la mayor parte de la gente entrega su alma a la opinión como consejera. La opinión, por ser vacilante e insegura, proyecta en quien se sirve de ella unas situaciones vacilantes e inseguras.
¿Qué motivo impide, pues, creer que Helena fue impelida por las palabras, pero no por la propia voluntad, como si fuese arrebatada por la violencia? Así se puede ver la fuerza de la persuasión: no tiene forma de inexorabilidad, pero tiene su potencia. La palabra, pues, que ha persuadido a un alma coacciona al alma que ha persuadido a cumplir los dictados y a consentir en los hechos.
Aquel, pues, que persuadió es el culpable, puesto que actuó forzando; quien obedeció es inútilmente difamada puesto que se vio forzada por la palabra. Y puesto que la persuasión, cuando se añade a la palabra, sella el alma como quiere, hay que aprender, en primer lugar, los discursos de los meteorólogos, los cuales eliminando una opinión, construyendo otra, hicieron aparecer a los ojos de la opinión cosas increíbles y obscuras; en segundo lugar, los debates oratorios forzosos en los que un solo discurso, aunque no pronunciado según verdad, pero redactado con arte, deleita y convence a una gran multitud; en tercer lugar, las contiendas de los discursos filosóficos: en ellas se pone de manifiesto con qué rapidez el pensamiento hace cambiar las creencias de la opinión. Hay una analogía entre la potencia del discurso y la regulación del alma, y entre la regulación de las medicinas eliminan de los cuerpos ciertos humores y otras otros, y unas pueden hacer cesar el dolor, pero otras la vida, así mismo, unos discursos pueden provocar pena, otros deleite, otros terror, otros disponen a los oyentes a la valentía, otros, con una cierta persuasión nefasta, drogar y seducir el alma.
Entonces, ha sido demostrado que si se la persuadió con la palabra, ella no es culpable, sino infortunada.
Pero expondré la cuarta causa con un cuarto razonamiento. Si fue, efectivamente, amor quien produjo todas estas cosas, no será difícil que sea absuelta de la culpa que se le imputa. La naturaleza de las cosas que vemos no es como nosotros queremos, sino tal como cupo a cada cosa. Por la vista el alma recibe una impresión de acuerdo con lo que son las circunstancias. Por ejemplo, si la vista repara en enemigos armados de bronce y de acero, el uno para la defensa, el otro para el ataque, se perturba y perturba el alma, hasta tal punto que a menudo, aterrorizados, huyen del peligro como si fuese inminente. Pues la fuerza de costumbre se ve percutida por el miedo producido por la vista, la cual, cuando se presenta, hace descuidar la belleza que proviene de la ley y el bien que nace de la victoria. Algunos, al ver cosas pavorosas, en aquel instante pierden las entendederas que todavía conservan: hasta tal punto el terror sofoca y elimina el intelecto. Muchos fueron a caer en vanos afanes, en terribles enfermedades, en locuras incurables: de esta manera la vista imprimió en la conciencia las imágenes de las cosas vistas. Prescindo de muchas cosas espantables; aquellas de las que prescindo son como aquellas de las que he hablado.
Además, los pintores, cuando a partir de muchos colores y volúmenes llegan a dar perfecta forma a un solo cuerpo y a una sola figura, deleitan la vista; la creación de estatuas humanas y el tallado de esculturas divinas procuran un placentero espectáculo a los ojos. Así también, ciertas cosas producen naturalmente dolor a los ojos, otras los atraen. Muchas cosas en muchos consiguen forjar amor y deseo de muchos objetos y personas. Así, pues, si la visión de Helena al gozar del cuerpo de Alejandro provocó en su alma un deseo y un impulso de amor, ¿qué maravilla hay? Si el amor es un dios que tiene la fuerza divinal de los dioses, ¿cómo será capaz, quién es más feble de eliminarlo y precaverse? Si es una enfermedad humana y una ignorancia del alma, no hemos de recriminarlo como una falta, sino considerarlo como una desgracia. Pues llega como llega, por saqueos de fortuna y no por decisión de la inteligencia, por ineluctabilidad del amor, no por artificiosas componendas.
¿Cómo, pues, se puede tener por justo el vituperio de Helena, la cual, tanto si hizo lo que hizo plenamente enamorada o persuadida por un discurso o raptada por la violencia, o bien forzada por una fuerza divina, ha de ser absuelta totalmente de la culpa? ineluctable
Eliminé con este discurso el deshonor de una mujer, me mantuve en la norma que había establecido al iniciar el discurso. Intenté abolir la injusticia del vituperio y la nescencia de la opinión. Quise escribir este discurso como un elogio de Helena, como un juego para mí.

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